Hoy retornaron escolares y colegiales de casi todo el país –en Trinidad, Beni, lo harán en dos semanas por el dengue– a pasar clases. Como es usual, el presidente aprovechó el acto inaugural. Pero más allá de esos actos aburridos y demagógicos, creo que a todos nos hace evocar cuando llegaba el término de las vacaciones y debíamos retomar los útiles.
Mi primero día de clases escolares en sensu stricto fue bastante particular. Como mis tíos estaban ya en colegio desde que nací, había aprendido a leer, escribir y las operaciones aritméticas básicas en casa. El año que me tocaba 1º Básico –no de Primaria como le volvieron a poner después– me lo pasé en Potosí y por alguna razón (intuyo falta de los papeles respectivos) no me inscribieron, pero cuando mis primos llegaban de clases yo también me ponía con ellos a “hacer tareas”.
Así, ya con siete años cumplidos, me llevaron al colegio a iniciar mi (de)formación educacional, como dijo Shaw. Apenas pasados los saludos usuales –no recuerdo alguna escena particular de esas de llanto que vi después–, la profesora, a quien decíamos “Miss” supongo por el nombre en inglés del establecimiento, se dio cuenta que ya estaba avanzado para el nivel de mis compañeros del 1º y, Deo Gratias, lo reportó al director del establecimiento.
Me tomaron un examen que incluía dictado, silabeo, sumas y restas. Luego, la entrevista pertinente en la que hasta me animé a charlar un poquito en inglés, causando total sorpresa en el señor, quien sin más trámites me despachó al 2º –sólo había un paralelo de cada curso–. Así, en menos de una hora hice todo el primero año.
El segundo gran primero día de clases en mi memoria se dio cuando cambié de colegio. Ya tenía 11 años y también cambiaba de ciclo, de Básico a Intermedio. El nuevo establecimiento ya me había conquistado –y apabullado– cuando fui a dar las pruebas de Lenguaje, Matemáticas e Inglés que nos exigían a los postulantes. Ese primero día me llevaron al colegio (si voy a ser sincero no recuerdo quién; supongo mi papá, porque mi hermana era bebé y mi mamá debió quedarse en casa con ella) y me gustó el acto de formación colectiva antes de ingresar a las aulas.
Luego, claro, vino el ir estableciendo amistades, disfrutar de los partidos de fútbol sala (le llamábamos ‘fulbito’), aprender los nuevos códigos –como ese que te obligaba a comer las salteñas que vendían frente al colegio con pericia, porque si no pagabas el consumo de todos– y empaparse de distintas cosas del espíritu colegial.
No recuerdo bien si fue en 3º Intermedio ó 1º Medio, pero me retrasé en el primero día de clases y me gustó la idea. Es decir, llegar tarde, no estar durante la primera hora de clase –tenían la costumbre de mandarte a un aula vacía, denominada “de estudio”, en la que los tardones hacíamos de todo menos, precisamente, estudiar– y pasársela en plan de jarana desde el inicial de los 200 días lectivos. Conclusión: se volvió norma. Desde esa vez, incluso en la universidad, siempre el primero día de clases como alumno llegué tarde (el primero como docente es otra cosa, pero vuelvo sobre él luego).
En 2º Medio se me ocurrió experimentar. Y decidí tentar a quedarme en Tupiza, donde vivían mi abuelo, tíos y primos. ¿Rebelde sin causa? ¿Manifiesto de independencia quinceañero? ¿Ganas por dejar el nido un tiempo y experimentar la vida de pueblo que tan bien me trataba durante las vacaciones? Quizás las tres juntas. Sea como fuere, el experimento se frustró gracias al profesor de Matemáticas, un señor de apellido Vargas a quien mis compañeros apodaban, no carentes de malicia, ‘Calculín’.
El homónimo del célebre personaje de Anteojito se dio cuenta, en la primera clase, que el nivel del colegio tupiceño estaba bastante alejado del paceño (cosas del centralismo, diría alguien; problemas que me temo aún persisten entre los establecimientos capitalinos y los de provincias en Bolivia, digo yo), y que el único perjudicado acabaría siendo yo, además claro de ser candidato número 1 a convertirme en “líder negativo” (tomo la denominación de una que le achacaron a mi hermano, y quede claro que quien lo hizo fue una psicóloga con posgrado en pedagogía, de la cual me reí en su cara por su ridiculez).
El siguiente primero día de clases trascendente –bueno, hasta por ahí nomás– fue el de preuniversitario. Una masa homogénea de 400 adolescentes embutidos (literal) en el Pabellón ‘A’ –un galpón con desnivel habilitado como aula, que obligaba a los docentes a gritar como verracos– de la UMSA. Reencuentro con cursos mixtos –en básico tenía compañeras de aula; entre intermedio y medio estuve en salones de sólo varones– y la lucha en la jungla por llegar primero a la carrera universitaria. Como el pensum era semestral, la rutina del primero día se hizo intrascendente a la larga.
Y finalmente –por ahora– llega ese primero día como ‘profe’, ‘licenciado’ ó ‘cate’. El primigenio fue casi siete años atrás en la Escuela de Cine y Artes Audiovisuales, ante un grupo (12 en total) de adolescentes, jóvenes y una adulta que aceptaron mis locuras, sarcasmos y recomendaciones en su acercamiento al mundo audiovisual. Es distinto cuando uno es quien está a cargo de todo el show que pasa en la clase, pero al mismo tiempo tiene sus ventajas y muy gratos momentos, que quienes han vivido sabrán valorar.
A la edad que sea, ese primero día de clases siempre resulta peculiar. Por las personas que uno va conociendo –sólo en la promoción, si no me equivoco, no me tocó tener compañeros desconocidos–; las presentaciones variopintas que hacen los disertantes –cuando uno es estudiante– ó el ‘rayado de cancha’ que se hace cuando se es quien dicta; y todas las demás situaciones que se van presentando en esa jornada en la que casi todos muestran alegría por haber vuelto a clases.
FOTO: ABI.BO