Nunca estuve en una concentración multitudinaria como la de este histórico miércoles 19 de octubre de 2011. Hace ocho años, cuando se caía de a pedazos el gobierno despótico de Gonzalo Sánchez de Lozada, opté por hacer despachos vía internet fuera del país, pero no me acerqué a la zona de los conflictos y las movilizaciones por preservar mi seguridad. Este 19 no; este miércoles quise estar ahí, costase lo que costase y sin que nadie me lo impidiera.
Luego de acordar la cita, salgo de casa a las 11:00. En 15 minutos más me encontraré con Lucio en la plaza del mercado Camacho. Paso antes por un cajero automático —tengo previsto ir al cine por la tarde— y llego sobre la hora. Estoy dándole una mirada al hermoso Illimani, cuando Lucio me sorprende y avisa que los marchistas recién están llegando a Villa Fátima, como a unas 30 cuadras de donde estamos. Decidimos adelantar la hora del rancho.
Ya que es día de estrenos, hago un segundo en el renovado comedor popular del Camacho. Buscamos un poco en las iteradas ofertas y encontramos uno de nuestros vicios comunes: falso conejo con fideo graneado. Acomodados ya en el banco de madera, nos servimos el plato típico con verdadera fruición. Mientras tanto, ya Radio Televisión Popular (RTP) se está anotando su enorme poroto del mes (y quizás del año) al transmitir en vivo el recorrido de la marcha que como una enorme oruga se ha adentrado en la ciudad.
Tentado por los aromas de la cocina en el puesto, decido cascarle un plato de albóndigas —almóndigas dice la casera— con arroz. Cuando acabo y mientras el comedor se va llenando, las imágenes muestran a la marcha pasando por la plaza Villarroel. Caminamos un poco por el ambiente entregado hace unos meses por la Alcaldía y descubrimos, así, una suerte de balcón o terracilla. Apostados ahí, mientras los marchistas se van acercando, Lucio me sugiere ir a acomodarnos en la acera, pues de otra manera será imposible para él hacer primeros planos.
En la calle, casi frente a la puerta de unos pollos a la brasa, iniciamos un simpático intercambio de criterios —y chismes, como buenos periodistas— con Jorge Figueroa, otrora compañero de aulas y uno de los locutores de las Escuelas Radiofónicas de Bolivia (Erbol), medio que muchos apologetas del gobierno consideran una suerte de vocero de los marchistas. Resulta sabroso enterarse de algunas cosas que ocurren alrededor del entorno palaciego, donde las pugnas de poder, ya lo sabíamos, hacen que no todo sea una taza de leche, precisamente.
Pasan algunos policías, en una camioneta y en motocicletas, y son abucheados por la gente que, es bueno decirlo, se ha ido reuniendo en los últimos 30 minutos y ha llenado ya las aceras de las distintas cuadras de la avenida Camacho. Finalmente, cerca de las 13:00, aparecen un par de movilidades del Gobierno Autónomo Municipal de La Paz (Gamlp) que trasladan a niños y mujeres hasta la Asistencia Pública, a unos 20 metros, poco más o menos, de donde estoy parado.
Pasa algo como una media hora más y ahora sí, ¡ahí están los marchistas! Como es usual, el bello orden del principio no es más que un recuerdo. Los cebras y guardias municipales intentan en vano que la gente vuelva a las aceras, mientras un par de motoqueros y hasta un adolescente en un quadratrack son quienes abren el cortejo. El primero grupo de marchistas tiene a los dirigentes conocidos ya de tanto verlos por televisión, como Fernando Vargas o Adolfo Chávez de la Confederación de Indígenas del Oriente Boliviano (Cidob). Los aplausos enrojecen las manos, pero no importa: son unos héroes para la percepción popular y a los héroes, se sabe, se los aplaude a rabiar.
Luego, para mi pesar, aparecen los insalvables figurettis y oportunistas, entre ellos penosamente más de un conocido. Ganas no me faltan de alzar algo contundente y lanzárselo a un sátrapa ex emenerrista que con el pecho henchido lleva una bandera con flores de patujú. ¿Sabrá el comemierda ese lo que representa la hermosa flor para los pobladores de las tierras orientales? Estoy casi seguro de que no.
Lucio y yo hemos sido separados por la masa marchante. Él está entremedio de los caminantes, tomando fotografías como no hacía desde al menos una década atrás —incluso algún colega le mira sorprendido y no es para menos: los fotógrafos de prensa “en actividad” están con jeanes y ropa sport, mientras él luce un formal terno porque dejó el escritorio donde ahora trabaja para estar ahí donde consideramos que se debía estar—, y yo voy caminando, lo más rápido que puedo, por las atestadas aceras. Más bien podemos comunicarnos, con interrupciones, por los teléfonos celulares.
Llego a la esquina del Obelisco y me resigno a subir las cuatro cuadras hasta la plaza Murillo. Como vengo saliendo de una infección respiratoria, me agito más de lo usual al caminar —y de seguro los dos platos comidos también hacen lo suyo, si no me hago al zonzo—, pero sé que no hay de otra. Mientras subo escucho cánticos contra el presidente —no es el espíritu de la marcha, pero supongo surge de la molestia ciudadana— y más de una charla muy interesante entre las personas reunidas para ver el paso de la oruga humana que suma decenas y decenas de cuadras.
En la esquina del Ministerio de Culturas debo pelear contra la carencia de sentido común y de prevención de algunos policías. Dejan, como es usual —casi me atrevería a decir ya es parte del paisaje— su barda metálica que utilizan para bloquear el hoy franqueado acceso a la plaza donde están los palacios de gobierno y legislativo, y una señora no vidente baja por la acera esquivando a los peatones. La tomo por la espalda y la guío hasta la esquina, donde la indico para que cruce la calzada mientras espero en mi interior que alguna otra persona la ayude en la siguiente cuadra, aunque ya se puede caminar un poco más.
Retomo mi subida, “botando el bofe” como decimos en La Paz —que vivamos acá no implica estar del todo acostumbrados a sus pendientes y menos a subirlas a las carreras, esquivando gente como si uno estuviera atrasado para algo importante (aunque la marcha es de lo más importante a lo que asistí últimamente)—, y logro coronar la cuadra más empinada de la Ayacucho. Llamo a Lucio y quedamos de vernos en las puertas del Legislativo. Cuando me acerco ahí, veo a un grupo de sátrapas figurones y carentes de propuestas (Antelo, Piérola, Pinto y Rek, entre otros), así que paso de largo y hago bien: me encuentro con un amigo de años, quien acompañó el recorrido desde Urujara y está buscando a su acompañante, asimismo perdido en la marea humana.
Ayudo a un grupo de periodistas extranjeros (peruanos, creo) a hacer imágenes desde una de las ventanas del palacio y me encanta cuando un grupo de jóvenes veinteañeros, algunos de ellos conocidos porque hacen fanzines y tienen ideas anarquistas, les levantan el dedo medio a los figurones que optan por hacer mutis y refugiarse en los pasillos internos.
Lucio me llama y quedamos de reencontrarnos en el “Libro”, ese homenaje a la proclama de la Junta Tuitiva inaugurado creo en el Sesquicentenario. Esquivo la parafernalia de las unidades móviles de un par de canales —por cierto, ¿dónde estaría el helicóptero del canal estatal no? Ese que tanto sobrevolaba la marcha del pasado 12 de octubre, la que insisten en querernos hacer creer reunió espontáneamente a medio millón de personas— y me reúno de nuevo con él; cansados ambos, pero contentos.
Nos sentamos unos minutos —son cerca de las 15:20; el horario continuo decidido en su oficina se acabará en menos de tres cuartos de hora—, estoy por comprar una gelatina en vaso y él me hace notar de las infecciosas con alas que pululan por toda la plaza. Ya repuestos en cierta manera, iniciamos la bajada por la Socabaya, mientras cerca nuestro pasan los de la COB (entre ellos Solares, que me provoca urticaria). Cuando arribamos a su oficina, hace un par de fotos de la masiva concentración en San Francisco —los marchistas están celebrando una eucaristía, señal del arraigo católico que tienen— y luego conversamos un poco sobre lo vivido, mientras el acto central en la plaza de la otrora catedral mayor de La Paz se ha iniciado.
Me duele la cadera, me molestan los tobillos y sólo quisiera estar en mi cama, pero eso ahora no importa, como tampoco el hecho de que deberé ver la película que tenía planificada en un DVD pirata o esperar a que la pongan en el cable. “Nadie nos quita lo bailado”, decimos sonrientes con Lucio, mientras tomo mi tercero vaso consecutivo con agua y él va por el segundo. Ponemos la transmisión del acto por RTP, y escuchamos en un estéreo peculiar: luego del sonido por el aparato electrónico, nos llega el eco de lo que sucede a menos de 500 metros. Simplemente inolvidable.
FOTOS: LUCIO VALDIVIA.
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