25/2/11

Esa cosa detestable llamada “Tributos”

Muchos dicen que es la única manera de que una banda se haga conocer. No soy músico, pero no creo en la certeza ni menos en la infalibilidad de tal noción. Desde luego, puede aportar a perder el miedo escénico y a que te ubiquen por un tiempo, pero entraña asimismo el gran riesgo de quedarte estancado en eso y nunca encontrar un estilo propio.

Asistí hace más de ocho años a uno de esos que en la autodenominada “Catedral del Rock” en La Paz, el pub Equinoccio, le hacían a los irlandeses de U2. Fui porque un amigo me invitó, ya había reservado la mesa y –dato nada desdeñable– le habíamos pegado una buena precalentada en otro boliche. Al tercer o cuarto cover nos dimos cuenta que los cinco o seis miembros de la banda ni por si acaso sonaban como los originales, pero decidimos quedarnos porque ya el clima estaba grato. Al acabar la tocada, nos fuimos a su casa y pusimos un par de CDs de Bono y Cía., mientras libábamos hasta el amanecer.

La segunda fue hace unos cinco años, luego de un partido en colegio y de echarnos varios tragos encima. Uno de los compañeros del equipo avisó de la enésima pleitesía que los Deszaire le hacían a Los Fabulosos Cadillacs y que él ya tenía mesa, además de amigas para compartir la velada. Fanático de Vicentico, el Señor Flavio y todos los demás desde su primero álbum, me acoplé. Aunque ya me sabía de memoria que Omar Ríos tiene casi el mismo registro que Gabriel Fernández Capello, no fue igual que tener a los casi 11 de la banda bonaerense, por lo que igual que en la ocasión anterior acabé abandonando el local y poniendo en casa el DVD del Unplugged para MTV.

La tercera y última fue casi obligatoria –en el buen sentido del término. Los Liverpool, en los que tenía (o sigo teniendo, ya no sé) familiares, hacían una de sus reposiciones de The Beatles y yo estaba ahí –¡sano!– a cinco metros del proscenio. Sonaban muy parecido, el registro de voces era casi el mismo (tengo un oído avezado para algunas cosas, pero como cantante me moriría de hambre) pero… ¡no eran los de Liverpool, a pesar del nombre!!! –imposible que lo fueran: dos ya dejaron el planeta, otro le da a las baquetas en soledad y el cuarto anda en otra cosa medianamente alejada de la época en que revolucionaron la música mundial. Esa noche decidí que ya, nunca más. Y al menos hasta ahora, he cumplido.

Considero, como expuse de entrada, que hacerlos por un tiempo puede ser útil. No sé si los Coda 3/Octavia alguna vez se pusieron a tocar puros covers de U2 –banda cuya influencia en la música de los rockeros es notoria, al menos en los discos con el primero nombre–; sí me consta que en alguna tocada Omar, Simón, Vladimir, Ricardo (cuando estaba), Martín y Gimmer se dejan llevar por la nostalgia y tocan una canción de los irlandeses, pero es algo extraordinario, no lo usual.

En 2009 los Deszaire volvieron a lo que han hecho por años, a pesar de tener ya cuatro álbumes propios editados. Lamentable desde todo punto de vista (excepto tal vez el económico), porque se posterga la carrera propia por hacer imitaciones que, al final, son sólo eso. Y algunas llegan a ser tan patéticas como aquél caso en que argumentamos bastante por el ‘cara-libro’ con el Grillo Villegas –un radical antitributos–, porque a alguien se le ocurrió la genial idea de hacerle una elegía (si el término vale) a Nicho Hinojosa, un perejil mexicano que vive de ¡hacer tributos!!!

Pero si hay en el país un perito –lleva más de una década en eso– en hacer este tipo de puestas en escena, ése es Alexis Trepp. Basta mencionar: Deuce (remedo de Kiss que no sé si Gene Simmons y los otros tres carapintadas hubieran aprobado); Iron of the Beast (la doncella de hierro inglesa y su símbolo Eddie deben estar que arden), Metalmanía (sobran comentarios), y el más reciente –hasta donde recuerdo– el Oh! Menaje a Pink Floyd, con varias reposiciones tanto en La Paz como en Santa Cruz.

Alguien dirá –argumento iterado también para justificar la presencia en estas cosas– que no hay de otra porque son bandas extintas o que nunca llegarán a Bolivia. Quizás, pero nunca el imitador será igual que el original. Y siempre será preferible ver aunque sea por tele, en DVD, o escuchar en cualquier formato al verdadero. Es lo que les dije a un par de amigos hace unas semanas, cuando el primero intentó –por tercera vez, creo– invitarme a una pleitesía a Jaguares/Caifanes (prefiero esperar, ahora que Hernández y Marcovich limaron asperezas, a ver si su gira de reencuentro –otra descarada manera de hacer plata– los trae cerca), y el segundo a un presunto homenaje a la Negra Mercedes Sosa que se hace mañana en La Paz.

En ese intercambio con el Grillo llegué a sugerir que los siguientes "tributos" podrían ser a Carlos Avril (cantor de zambas argentino afincado en Bolivia), Edú (el Sandro boliviano), Mario Luis (el Iracundo boliviano), banda Imperial de Oruro, Loving Dark's (banda de los sesenta que hace covers de esa época), bandas de buri cruceñas, grupos de cumbia villera, músicos cristianos de las plazas públicas... y un largo etcétera. Cierro este artículo con la propuesta, aún no aceptada, para organizar el "ILLIMANI TRIBUTE & COVER OF COVER FESTIVAL". Una cosa es segura: haciendo esto nos llenamos de billetes.

FOTOS: EQUINOCCIO BOLIVIA/FACEBOOK; ELDEBER.COM.BO.

8/2/11

La maquila en vivo

Como miles de compatriotas estoy buscando empleo. Cada domingo reviso las convocatorias y ofertas laborales en uno de los matutinos de La Paz, elijo los avisos que me parezcan más atractivos o aquellos para los cuales me parece soy apto y mando los papelitos de rigor.

Así fue como me presenté a la convocatoria de una empresa transnacional –no amerita más detalles– a principios del mes pasado. Este domingo 6 de febrero, cuando ya me había olvidado del asunto, me sorprendió una llamada invitándome a pasar por un céntrico edificio al día siguiente para la entrevista respectiva.

Hasta ahí todo bien. Algún nervio lógico previo, los buenos augurios de familiares y amigos, etc. Llego al edificio con 10 minutos de anticipación y uno de los recepcionistas me manda “al fondo” (sic), donde ya están cerca de 15 personas esperando. Eso me inquieta, porque todas mis anteriores entrevistas laborales han sido individuales: directo el empleador potencial y yo.

Con el paso de los minutos la cosa se pone peor, porque sigue llegando gente. Recuerdo –es ineludible– la película El Método, de Marcelo Piñeiro. Han pasado ya quince minutos de la hora en que nos citaron (10:30) y somos alrededor de 75 personas, con trazas variopintas y distintas edades. Me pesa no tener una cámara fotográfica.

Seguimos la estoica espera –en algún momento los ocupantes abandonan uno de los asientos (dos sofás, siete lugares) y me apodero del sitio, mientras mando un SMS previendo que no llegaré a almorzar en casa de mi mamá. A las 11:30, por fin, nos hacen entrar al auditorio del edificio.

Adentro me/nos espera otra sorpresa –bueno, a algunos. Hay otro grupo análogo al nuestro (casi otras 100 personas), alrededor de cuatro mesas largas, esperando a que les informen los resultados de sus pruebas. Hemos pasado al auditorio –quizás hacíamos demasiado bulto en el lobby del edificio–, pero aún debemos aguardar media hora antes que nos sometan al inicio del proceso.

Se informa quiénes fueron electos del primero grupo, se agradece a los demás por su asistencia –reconozco a un compañero de colegio y a dos ex condiscípulos de universidad– y se nos invita, por fin, a sentarnos alrededor de las mesas. Entre tanto una amiga de la universidad me ha reconocido (tuve que leer de reojo su nombre cuando llenaba el formulario para recordarlo) y estamos conversando, así que nos sentamos juntos.

Las encargadas –hay un varón con ellas, pero sólo hace bulto–, extranjeras, nos dan las instrucciones: llenar el formulario que refrenda los datos ya enviados por correo (pedían hoja de vida, cual suele ocurrir) y en las “hojas bond” (sic, me encantó) hacer dos dibujos. Uno debe mostrar a una persona y otro incluir a una persona bajo la lluvia, incluyendo una historia en cinco líneas relacionada con el dibujo. Internamente sé que ya me jodí: las artes plásticas no están para nada entre mis habilidades. Pero decido seguir con la cosa, por pura curiosidad y ver hasta dónde llego.

También nos confirman algo que no recuerdo ya si estaba en el aviso, pero desanima a un par de mujeres que se marchan: todos los presentes, sumados los que ya seleccionaron del grupo anterior, estamos ahí por DOS puestos de trabajo. La presunta estabilidad laboral que ofreció el presidente por decreto hace unos años, me causa soberana gracia en este momento.

Me dan un lápiz, lleno el formulario y empiezo a sufrir con los trazos. Como sé ya estoy un pie y medio afuera, dibujo un futbolista –nadie va a tomar en serio a alguien que dibuje a un futbolista, ¿o sí?– y en la otra hoja pongo a un presunto adolescente corriendo bajo unos goterones que asustan (mis dos compañeras de asiento hicieron mujeres con paraguas; yo puse a mi protagonista sin protección alguna). ¿La historia? Algo así como que Juan –sí, le puse nombre, siguiendo mis preceptos de guionista según los cuales ningún personaje debe ser anónimo– ayuda a la economía de su casa trabajando como auxiliar (“ayuco”) de bus y que está corriendo bajo la lluvia porque le mandaron a conseguir un repuesto, pero acabará resfriándose –naif, ¿verdad?

Mientras vamos cumpliendo la primera parte de la eliminatoria, nos piden que nos presentemos y digamos al menos tres razones por las cuales queremos pertenecer a la empresa o consideramos ser los mejores para ello. Escucho que hay postulantes de lo más variados: comunicadores, administradores turísticos, egresados de turismo, una estudiante de ciencias políticas (¿?), alguien que trabajó en el ministerio de gobierno y con la policía –por supuesto levanta suspicacias– y hasta un señor que trabajó como electricista en EU durante varios años y acaba de regresar al país.

Cuando me toca, camino hasta el lugar desde el cual dar mi discursillo y digo con sinceridad que me incliné a postular porque me atraía trabajar con una empresa foránea. Agradecen mi franqueza y eso vuelve a certificarme internamente que no seré electo. Para rematar, mando un SMS a mi mamá –Administradora de empresas– comentándole lo de los dibujos, y su réplica pone la cereza en el pastel: “Los dibujos son para ver el carácter y detallismo del accionar”. Si fuese bueno para dibujar, quizás hubiera estudiado arquitectura; y lo de los detalles: la única vez que hice continuidad en un video, ¡perdí mis hojas porque las olvidé encima de uno de los autos!

Diluvia en la ciudad, nuestros estómagos se manifiestan reclamando el almuerzo (son las 13:30) y esperamos los resultados, mientras las seleccionadoras comen unas salteñas acomodadas en los sillones del lobby. Cuando regresan, 28 minutos después, dan la nómina y mi amiga se percata que seleccionaron a quienes tienen experiencias específicas para lo que necesita la empresa. Está bien, es lo lógico, pero ¿les costaba tanto ser específicos desde la convocatoria inicial?

Salgo del edificio y camino hacia un restorán cercano, riéndome de la experiencia. Al menos ahora ya sé lo que se siente en una maquila.

FOTO: EIDE MONTANA/FLICKR.COM.

5/2/11

Au revoir, Maria Schneider

Su deceso pasó poco menos que desapercibido para la prensa en La Paz, ocupada con situaciones socio-políticas como siempre. Pero a mí –e intuyo a muchos cinéfilos– me sacudió. Y claro, como tantos otros tengo mi propia historia con la célebre escenita de la mantequilla.

Primero me acerqué al libro. Por una de esas cosas jocosas de las ferias callejeras paceñas, cada vez que se montaba una en El Prado siempre habían (creo hay todavía) ejemplares de la novela de Alley Robert, basada en la película de Bertolucci. Así, como a mis 15 años me compré uno que devoramos, clandestinamente por supuesto, con varios compañeros de curso.

Unos años más adelante, aproveché una tarde solo en casa y alquilé de un videoclub cercano la película. Demás estaría decir que la primera vez no la vi completa, sino me concentré directamente en las secuencias eróticas –como casi todo adolescente cachondo, intuyo. Pero luego de saciar la curiosidad y otras necesidades, oteé los 136 minutos fotografiados por Storaro y me acerqué (poco, huelga decirlo) al drama psicológico-erótico.

Pasó más de una década sin que me acordase demasiado del Último Tango –al menos no a nivel consciente. Salvo alguna ocasión en que compartiendo con amigos y jugando a adivinar películas con mímica era bastante sencillo aludir a la escena que marcó a la Schneider, o cuando un amigo que asimismo es docente de semiología nos recordó el “bulto” que aparece siempre tapado en el pied-à-terre de la película.

Cuando ya tenía mi reproductor de DVD, casi seis años ha, buscaba otro film célebre del cine erótico de los 70: La Historia de O, de Just Jaeckin, cuando encontré uno de esos “compilados” de cinco películas que asimismo incluía la del realizador italiano que alguna vez fue asistente de Pier Paolo Pasolini.

Con toda el agua corrida bajo el puente, casi podría decir que fue un redescubrimiento. Primero porque me dediqué a un análisis más detallado de los personajes –sobre todo el de María–, luego por la revisión calma del guión y de la realización de 1972 (uno de los motivos que me apega a la cinta: es del año en que nací y tengo cierto fetichismo con todo lo de ese año).

El viernes, tras enterarme que María Schneider había fallecido, pensé primero en volver a mirar la película. Lo he postergado. Luego me dio por elucubrar acerca de la maldición que persiguió a la joven actriz tras ese papel, pues nunca más logró un suceso de taquilla como aquel. Pero ya otros lo han hecho. Así que, sencillo, preferí hacer esta suerte de elegía incompleta.

Nunca puse en práctica lo de la mantequilla –ni creo lo haría jamás–, pero estoy seguro que la actriz francesa se ha sentido liberada al fin del sino que la ligó con esa secuencia. Au revoir, mon cherie María. Descansa en paz.

FOTOS: BAUDET/STARS-PORTRAITS.COM, TEAWITHVLC.BLOGSPOT.COM, THEREALTIMER.COM.