Salgo de ver Insurgentes en su primera función en la Cinemateca Boliviana
(vermut de este jueves 16 de agosto). Todavía sonrío con los errores de
sintaxis en los créditos finales, así como en un par de subtitulados durante la
proyección de la cinta, entre las 17:09 y las 18:24, según los apuntes en mi
cuaderno acompañante. Es el problema, quizás, de hacer las cosas a la rápida. Y
no sólo ahora; ya le pasó a Jorge Sanjinés (La Paz, 1936) con Los hijos del último jardín (2004), cuya
premura por estrenar impidió quitar secuencias, por decir lo menos al paso de
los años y con todo cariño, ridículas —v.gr. la del pajarito antes que a los
ladrones arrepentidos, pero hambrientos, les roben la plata que habían hurtado.
La fotografía de Juan Pablo Urioste
es, cual se mostró ya en Di buen día a
Papá, sólida, pulcra y muy bien trabajada. Algunos planos son verdaderas
pinceladas de arte plástico y en ellos se nota, desde luego, el ojo tanto del
realizador como del fotógrafo. La música de Cergio Prudencio y la Orquesta
Experimental de Instrumentos Nativos, que no colaboran por primera vez a Sanjinés,
también ayudan, sobre todo cuando corren los créditos y se escucha de fondo,
entre otras, la voz de Karina Stepanian en una suerte de elegía con ribetes de
ópera. La producción de Victoria Guerrero, quien trabajó entre otros filmes en El corazón de Jesús y Di buen día a papá, recorrió distintos
puntos de Bolivia y supo aprovechar lo mejor de cada locación —algunas
demasiado bien buscadas, sello del director—, aunque puede decirse tiene un punto
flaco en lo que a vestuario se refiere, pues más de una secuencia alusiva al
cerco a La Paz o aquella donde la tropa de combatientes del Chaco deambula por
un camino muestran indumentarias demasiado limpias y completas como para hacerse
creíbles.
Cambia, todo cambia…
Son los puntos a favor de Insurgentes. (Casi) Todo lo demás,
triste es decirlo, son autogolazos. El sonido directo registrado por Luis
Bolívar sería perfecto, un 100/100 impecable, si no fuera por algo en la banda
sonora que no sabemos si es cosa suya o de la posproducción. Cierta secuencia
donde supuestos criollos y españoles asustados por el cerco de Túpaj Katari,
maquinan la represión a los indios. Primer yerro: no hay mínima coordinación de
lip sinc –coordinación labial– entre lo
que presuntamente dicen los actores doblados jocosamente (la voz de Ricardo
Bajo me hizo tronchar de risa, para sorpresa de las cuatro personas mayores y
la niña que estaban en la sala conmigo) y lo que se escucha. Gol en contra a la
propuesta sonora, por lo demás, vale iterarlo, bastante bien lograda.
Sanjinés con el view-finder armando un encuadre. |
¿Existe dramaturgia en Insurgentes? Sanjinés, en uno de los
escasos contactos con periodistas que le disgusta tener —sacarle fotografías o
llevarle a un set televisivo son tareas cuasi imposibles—, refirió que no hay
un guión detrás de la autodefinida cinta de docuficción. Y hagamos hincapié,
primero, en lo de autodefinida: una película de docuficción, según Enrique Martínez-Salanova Sánchez, es “un tipo de película ficción que recrea ambientes y situaciones
reales, con técnicas de filmación documentales. Es muy común en películas de
denuncia”. Asimismo, y este es aporte de cuño propio, debe tener
imágenes registradas en el momento en que sucedían los hechos y, claro, lo
demás son recreaciones. El único segmento que responde a esta premisa en Insurgentes es la proyección, en un
televisor de pantalla de plasma en pleno 22 de enero de 2006 (dejo a los
peritos en importación de últimas tecnologías al país el detalle cronológico),
de la posesión del ciudadano Juan Evo Morales Ayma como presidente y fragmentos
—breves, Deo gratias— de su discurso primigenio. Esto, además de algunas
fotografías para mostrar lo que pasaba en el frente de batalla en la Guerra del
Chaco o alguna postal de la masacre de Kuruyuki,
ocupa (siendo exagerados) cinco minutos de la proyección; todo lo restante es
recreación o mera ficción, como la secuencia descrita que ocurre en un club de
golf, donde la charla entre los concurrentes alcanza ribetes insuperablemente burdos.
Sigamos
con la inexistente dramaturgia. Como guionista y profesor de la materia, lo
mímimo que debo dominar es no perder nunca de vista el punto al cual quiero
llegar con mi relato ni dejar de crear expectativa en el respetable. Lo
segundo, podemos decir, se cumple en Insurgentes:
Jorge quiso ensalzar una vez más a los caudillos indígenas y encontró el
summum, como muchos, en la presidencia de Evo Morales. Fue su gusto y objetivo,
ha realizado un panegírico grandilocuente, pero asimismo con yerros
subconscientes, por decirlo de alguna manera. Casi al final de la proyección, en
el teleférico que lleva al Cristo de la Concordia en la Llajta, se ve en los
carritos de subida, entre otros, a Gualberto Villarroel, Pablo Zárate Willka,
Túpaj Katari, Bartolina Sisa y Apiaguaiqui Tumpa. Y en uno de los de bajada
(los demás están estratégicamente vacíos), al presidente Evo Morales y su
edecán. ¿Quiso Sanjinés retrotraerse a la mitología religiosa judeocristiana de
que quienes ya cumplieron y lo hicieron bien ascienden al Paraíso, y quien aún
tiene cosas por hacer baja a integrarse con el resto de mundanos, al mejor
estilo de un Mesías? ¿O es sólo una distracción nada menor en la excesiva
puesta en escena?
Y
lo de excesivo tampoco es gratuito. La proyección arranca con unos cartones (textos
escritos sobre la pantalla con fondo negro) que van mostrando la tesis
Sanjineana. Pueden leerse los mismos textos en la página web de Insurgentes, ingresando al apartado “La
idea” del segmento “La película”. Y luego inicia el
juego, al mejor —o peor, según el gusto— estilo de Rayuela de Cortázar: a salto de mata se nos presenta a José Manuel
Pando (encarnado por el colega y amigo Alejandro Zárate) recibiendo un texto de
manos de un subalterno (Gory Patiño) en que se exponen las ideas naturistas
antiindigenistas de la época (1899). Ninguna novedad para alguien letrado, pues
los textos de esas décadas incluían ‘lindezas’ como que el aborígen “es bruto y
retraído porque no puede evitarlo”, manifestadas por naturistas como Darwin y
sus contemporáneos, refutadas con el paso del tiempo aunque algunos resabios,
lo sabemos, quedan todavía. Luego vemos el colgamiento de Gualberto Villarroel
—meritoria, por el valor de hacerla, actuación; desconozco muchos detalles de
la vida del militar mestizo cochabambino, pero sí admito ha dejado profunda
huella en el pueblo.
Los campesinos sitiadores tratan de entrar a La Paz. |
El
siguiente salto nos retrotrae a la época pre Guerra del Chaco, mientras la voz
en off del propio Jorge Sanjinés como narrador —algo sobre lo que vuelvo luego—
puntualiza que la cultura aymara, presuntamente descendiente de la tihuanacota,
“privilegia el jiwasa (nosotros
inclusivo) antes que el nayax (yo, la
individualidad)”. Salto hacia el final de la contienda bélica fratricida, con
una caravana de soldados que marcha por un camino de herradura y un grito en
off que nos deja pensando: “¡Socialismo ahora!”. No podemos negar que tras la
guerra surgieron nuevas ideas, empezamos a mirarnos las pelusas del ombligo
como país y aparecieron, entre otras cosas, los sindicatos, la logia Razón de
Patria (Radepa) y partidos políticos como el MNR y el POR, pero de ahí a proponer
socialismo creo es una elipsis demasiado disonante. Una vez más, lo dejo a criterio
de cada uno.
Y
el pastiche de situaciones sigue. Ahora estamos con Eduardo Nina Quispe, un
indígena autodidacta que trabajó la educación de sus congéneres en la clandestinidad.
Nobleza obliga, antes de ver Insurgentes
creo nunca escuché hablar o leí sobre el señor Nina Quispe, aunque los textos
de historia no están ni estuvieron jamás entre mis preferidos, en parte por
aquel argumento de Litto Nebbia que le da razón a Sanjinés: “Si la historia la
escriben los que ganan, eso quiere decir que hay otra historia, la verdadera
historia, quien quiera oír que oiga”. Nina Quispe vivió
en la década de los 20 del siglo pasado y fue detenido por la soldadesca cuando
se reclutaba por la fuerza para mandar tropas al Chaco, aunque se perdió en el
camino, explica el narrador/realizador.
Vendrán
luego las imágenes de la ejecución de Pablo Zárate (a) Willka —el elegido—, un acierto en cásting; la batalla de Kuruyuki,
con una interesante recreación de lo sucedido en 1892; el entierro de Juan
Wallparrimachi en 1814, con Juana Azurduy como indolente testiga (si era su
brazo derecho, ¿no debiera cuando menos verter algunas lágrimas?); el cerco de
1781 a La Paz, lo mejor y más extenso en las puestas en escena, aunque sin
llegar a la impecabilidad que se le puede y debe exigir a uno de los maestros
del cine boliviano y mundial; la tunkuña
desemboca, finalmente, en recreaciones de la Guerra del Agua en 2000 y el
Octubre negro en 2003. Todo pensado, calculado y previsto para ensalzar el
indigenismo, en coherencia discursiva con lo ya hecho por el realizador de la
insuperable La nación clandestina,
pero asimismo con un desatino total de cálculo: esta misma megaproducción —en
los corillos cinematográficos se habla de alrededor de un millón de dólares
para hacer realidad la película, cifra obscena para un país como el nuestro
pero irrisoria para otros como el vecino Brasil—, estrenada en 2006 cuando el
‘Evo fashion’ mundial estaba en su
auge, hubiera sido un suceso de taquilla y propagandístico impajaritable.
Pablo Zárate "Willka", lejos lo mejor del casting. |
Mi alma está partida en dos por ti…
Teoría y práctica de un cine junto al pueblo. Jorge Sanjinés y Grupo Ukamau, segunda edición, 1980. La ficha
bibliográfica nos remite a la primera tesis escrita del director, entre otras,
de Ukamau, Yawar Mallku (incluida en
las 100 películas del mundo que la Unesco preservaría) y El coraje del pueblo. En esas páginas se ponen varios principios
para ese cine junto al pueblo, propugnado por Sanjinés y el ahora unimembre
Grupo Ukamau, que han sido pisoteados y quebrantados con Insurgentes —y al menos sus dos películas anteriores también, todo
hay que decirlo.
«La
carencia de una forma creativa coherente reduce su eficacia, aniquila la
dinámica ideológica del contenido y sólo nos enseña los contornos y la
superficialidad, sin entregarnos ninguna esencia, ninguna humanidad, ningún
amor, categorías que sólo pueden surgir por vías de la expresión sensible,
capaz de penetrar en la verdad» (Sanjinés, Jorge y Grupo Ukamau. Teoría y práctica de un cine junto al
pueblo. México. 2ª ed, 1980. Pág. 58).
Insurgentes tiene o puede tener todo menos una
coherencia narrativa clara. Si bien el objetivo de la égloga se consigue, la
penetración en la verdad es, por decir lo menos, demasiado subjetiva,
tergiversada y antojadiza. Se ve lo que se quiere ver o, para ser más
explícitos, se muestra sólo aquello que, en criterio del director, sirve para
ensalzar a los caudillos indígenas del pasado (aunque esto es relativo: no
sabemos qué tan indígena haya sido el coronel mestizo Villarroel López, parte
de una casta elitista como es o era la militar en el siglo anterior) y al que
en la actualidad está en la presidencia por voto mayoritario. Es cierto que la
objetividad no existe en el cine, pues la sola y nada mínima —a veces fortuita,
sí, pero no nimia— escogencia del lugar donde se pone una cámara para cada
encuadre ya implica una decisión. Y claro, en el caso de Sanjinés, una decisión
política, porque él no va a prestarse a hacer publicidad y menos aún propaganda
en el ocaso de su carrera.
«La
comunicación en el arte revolucionario debe perseguir el desarrollo de la
reflexión…
Pero la
comunicabilidad no debe ceder AL FACILISMO SIMPLISTA. Para transmitir un
contenido en su profundidad y esencia hace falta que la creación SE EXIJA EL
MÁXIMO DE SU SENSIBILIDAD para captar y encontrar los RECURSOS ARTÍSTICOS MÁS
ELEVADOS que puedan estar en correspondencia cultural con el destinatario, que
inclusive CAPTEN LOS RITMOS INTERNOS CORRESPONDIENTES A LA MENTALIDAD,
SENSIBILIDAD Y VISIÓN DE LA REALIDAD DE LOS DESTINATARIOS» (Op. cit., págs. 59-60. Subrayado mío).
Bartolina Sisa, Gregoria Apaza y Túpaj Katari. |
Jorge Sanjinés retoma, después de
muchos años, el papel de ser el Narrador mediante la voz en off en Insurgentes. Pero este regreso no es
como volver a otear lo que se hizo en El
coraje del pueblo, donde se expone lo que se va a ver, dando paso a la
valerosa recreación de los mineros que vivieron las situaciones mostradas.
Aquí, Sanjinés hace un salto retro erróneo y retoma la idea, muy en boga en los
documentales de los años 40 a 70 del siglo anterior, de la “Voz omnisciente” (Voice of God, la voz de Dios para
teóricos como Bill Nichols), donde el omnipresente sabe todo lo que ha pasado y
va a suceder y lo explica, como quien le da sus cucharas de papilla al bebé, al
iletrado e ígnaro público en la sala que, al parecer, por sí solo no puede
comprender ni aprehender lo que está expectando y escuchando. Esta manera
‘paternalista’ de hacer las cosas fue abandonada por los documentalistas del
mundo desde hace por lo menos tres décadas atrás por ser un facilismo simplista
que atenta al intelecto y subvalúa al respetable, pero a Jorge le parece que
esa instancia de enunciación unívoca y aun maniqueísta es uno de los recursos
artísticos más elevados para capturar a sus destinatarios.
En El cine de Jorge Sanjinés, publicado por la Fundación para la
Educación de las Artes y Media (Fedam) en 1999, el propio cineasta expone: “Nuestro cine, creo que logró esa simbiosis en las limitaciones de su
especificidad: al desarrollar el ‘plano secuencia integral’ como mecanismo
narrativo que se funda en la concepción cíclica del tiempo –propia del mundo
andino–; al priorizar el protagonista colectivo sobre el protagonista
individual –correspondiendo a la concepción andina de la armonía social; al
conjugar el ‘suspenso’ como recurso típico del cine occidental creando un
‘distanciamiento’ reflexivo; al minimizar el uso del ‘primer plano’ o ‘close
up’; al trabajar con los mismos protagonistas de hechos históricos como
actores, etc.” (El cine de Jorge Sanjinés. Santa Cruz, Bolivia, 1999.
Pág. 19).
Nada de esto se ve en Insurgentes, cinta que una vez más (y
van tres luego de La nación clandestina,
cumbre y mejor paradigma del Plano secuencia integral) rompe los modelos
narrativos que habían sido el sostén de las tesis políticas del grupo Ukamau.
Es cierto que no se conoce suspenso en Insurgentes
—más de una vez puede uno acabar, consciente ó no, mirando el reloj o la puerta
de la sala—, pero asimismo dudamos se llegue al ‘distanciamiento reflexivo’
porque el andar de saltimbanquis de acá para allá y decodificar tanta
información (nueva o no, dependerá de cada quien) que se va recibiendo impide
cualquier conato de meditación y análisis.
Sanjinés y parte de su equipo en rodaje. |
El tiempo pasa y el amor no lo reflejo como ayer…
Jorge Sanjinés apareció de manera
deslumbrante en el cine boliviano y mundial con Revolución (1962). Un lustro luego hizo Ukamau y desde allí su carrera de lucha contra el imperialismo, en
plena Guerra fría y con dos bandos ideológicamente antagónicos muy bien
marcados en el planeta, fue parte de un movimiento global que en 1989, cuando
él estreno la mítica La nación
clandestina, vio caer a uno de los lados con la demolición del muro de
Berlín y.la desaparición posterior de la ex URSS. En ese contexto, ¿qué hace un
cineasta de izquierdas si la zurda parece haber muerto, como en algún momento
dijo Fukuyama que incluso le dio pésame a la historia?
En 1995 intentó reinventarse con Para recibir el canto de los pájaros,
filme que recrea una anécdota real vivida por él y asimismo intenta hacer cine
dentro del cine, pero llegó tarde porque ya habían pasado tres años del V
Centenario, que era cuando la película pudo tener mejor acogida y
repercusiones. Ni siquiera la inclusión de Geraldine Chaplin salva a la
película de ser muchísimo menor que su galardonada predecesora. Los
acontecimientos azarosos del país en 2003 (febrero y octubre negros) le
encuentran en plena producción de Los
hijos del último jardín —lejos, el
menor de todos sus largometrajes; tanto así que una retrospectiva de su
filmografía que acoge por estos días el Cine municipal 6 de agosto no la
incluye— y le dejan el vacío de la muerte de la insustituible y cada vez más
entrañable Beatriz Palacios.
Casi una década después (aunque Los hijos… fue estrenada el 1º de enero
de 2004), y con 75 años encima, Jorge emprende una nueva maratón —porque un
rodaje y la realización de una película son tan exigentes como la prueba mayor
del atletismo de fondo—, pero ya no es lo mismo, aunque se acompañe de gente
que tiene la mitad de su edad o menos y el espíritu juvenil le contagie ánimos.
Asimismo, sigue pensando el qué decir. Ya no hay un enemigo principal visible,
alguien a quien explícitamente se le tenga que decir fuera de aquí, ni hay otra
nación clandestina por mostrar, pues resulta que ahora los clandestinos e
ilegales son quienes manejan la cosa pública y las gestiones del país.
En ese derrotero, la reinvención
última apela a lo encomiástico.
Una vez más se retoma la idea del campesino líder, inmaculado, pero no se ve
que esa careta ya no se la cree casi nadie, al menos no en el mercado interno.
Lo más triste es que al creador siempre se le recuerda por su obra más reciente
y esta, para cerrar, es un discurso nada grato y menos digerible, salvo, claro,
para quienes consideren al ciudadano Juan Evo Morales Ayma como una suerte de
Mesías. Y de esos hay muchos en el estado actual de las cosas.
FOTOS:
INSURGENTES.
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