20/8/12

Insurgentes: panegírico absurdum in extremis



Salgo de ver Insurgentes en su primera función en la Cinemateca Boliviana (vermut de este jueves 16 de agosto). Todavía sonrío con los errores de sintaxis en los créditos finales, así como en un par de subtitulados durante la proyección de la cinta, entre las 17:09 y las 18:24, según los apuntes en mi cuaderno acompañante. Es el problema, quizás, de hacer las cosas a la rápida. Y no sólo ahora; ya le pasó a Jorge Sanjinés (La Paz, 1936) con Los hijos del último jardín (2004), cuya premura por estrenar impidió quitar secuencias, por decir lo menos al paso de los años y con todo cariño, ridículas —v.gr. la del pajarito antes que a los ladrones arrepentidos, pero hambrientos, les roben la plata que habían hurtado.
La fotografía de Juan Pablo Urioste es, cual se mostró ya en Di buen día a Papá, sólida, pulcra y muy bien trabajada. Algunos planos son verdaderas pinceladas de arte plástico y en ellos se nota, desde luego, el ojo tanto del realizador como del fotógrafo. La música de Cergio Prudencio y la Orquesta Experimental de Instrumentos Nativos, que no colaboran por primera vez a Sanjinés, también ayudan, sobre todo cuando corren los créditos y se escucha de fondo, entre otras, la voz de Karina Stepanian en una suerte de elegía con ribetes de ópera. La producción de Victoria Guerrero, quien trabajó entre otros filmes en El corazón de Jesús y Di buen día a papá, recorrió distintos puntos de Bolivia y supo aprovechar lo mejor de cada locación —algunas demasiado bien buscadas, sello del director—, aunque puede decirse tiene un punto flaco en lo que a vestuario se refiere, pues más de una secuencia alusiva al cerco a La Paz o aquella donde la tropa de combatientes del Chaco deambula por un camino muestran indumentarias demasiado limpias y completas como para hacerse creíbles.

Cambia, todo cambia…
Son los puntos a favor de Insurgentes. (Casi) Todo lo demás, triste es decirlo, son autogolazos. El sonido directo registrado por Luis Bolívar sería perfecto, un 100/100 impecable, si no fuera por algo en la banda sonora que no sabemos si es cosa suya o de la posproducción. Cierta secuencia donde supuestos criollos y españoles asustados por el cerco de Túpaj Katari, maquinan la represión a los indios. Primer yerro: no hay mínima coordinación de lip sinc –coordinación labial– entre lo que presuntamente dicen los actores doblados jocosamente (la voz de Ricardo Bajo me hizo tronchar de risa, para sorpresa de las cuatro personas mayores y la niña que estaban en la sala conmigo) y lo que se escucha. Gol en contra a la propuesta sonora, por lo demás, vale iterarlo, bastante bien lograda.
Sanjinés con el view-finder armando un encuadre.
¿Existe dramaturgia en Insurgentes? Sanjinés, en uno de los escasos contactos con periodistas que le disgusta tener —sacarle fotografías o llevarle a un set televisivo son tareas cuasi imposibles—, refirió que no hay un guión detrás de la autodefinida cinta de docuficción. Y hagamos hincapié, primero, en lo de autodefinida: una película de docuficción, según Enrique Martínez-Salanova Sánchez, es “un tipo de película ficción que recrea ambientes y situaciones reales, con técnicas de filmación documentales. Es muy común en películas de denuncia”. Asimismo, y este es aporte de cuño propio, debe tener imágenes registradas en el momento en que sucedían los hechos y, claro, lo demás son recreaciones. El único segmento que responde a esta premisa en Insurgentes es la proyección, en un televisor de pantalla de plasma en pleno 22 de enero de 2006 (dejo a los peritos en importación de últimas tecnologías al país el detalle cronológico), de la posesión del ciudadano Juan Evo Morales Ayma como presidente y fragmentos —breves, Deo gratias— de su discurso primigenio. Esto, además de algunas fotografías para mostrar lo que pasaba en el frente de batalla en la Guerra del Chaco o alguna postal de la masacre de Kuruyuki, ocupa (siendo exagerados) cinco minutos de la proyección; todo lo restante es recreación o mera ficción, como la secuencia descrita que ocurre en un club de golf, donde la charla entre los concurrentes alcanza ribetes insuperablemente burdos.
Sigamos con la inexistente dramaturgia. Como guionista y profesor de la materia, lo mímimo que debo dominar es no perder nunca de vista el punto al cual quiero llegar con mi relato ni dejar de crear expectativa en el respetable. Lo segundo, podemos decir, se cumple en Insurgentes: Jorge quiso ensalzar una vez más a los caudillos indígenas y encontró el summum, como muchos, en la presidencia de Evo Morales. Fue su gusto y objetivo, ha realizado un panegírico grandilocuente, pero asimismo con yerros subconscientes, por decirlo de alguna manera. Casi al final de la proyección, en el teleférico que lleva al Cristo de la Concordia en la Llajta, se ve en los carritos de subida, entre otros, a Gualberto Villarroel, Pablo Zárate Willka, Túpaj Katari, Bartolina Sisa y Apiaguaiqui Tumpa. Y en uno de los de bajada (los demás están estratégicamente vacíos), al presidente Evo Morales y su edecán. ¿Quiso Sanjinés retrotraerse a la mitología religiosa judeocristiana de que quienes ya cumplieron y lo hicieron bien ascienden al Paraíso, y quien aún tiene cosas por hacer baja a integrarse con el resto de mundanos, al mejor estilo de un Mesías? ¿O es sólo una distracción nada menor en la excesiva puesta en escena?
Y lo de excesivo tampoco es gratuito. La proyección arranca con unos cartones (textos escritos sobre la pantalla con fondo negro) que van mostrando la tesis Sanjineana. Pueden leerse los mismos textos en la página web de Insurgentes, ingresando al apartado “La idea” del segmento “La película”. Y luego inicia el juego, al mejor —o peor, según el gusto— estilo de Rayuela de Cortázar: a salto de mata se nos presenta a José Manuel Pando (encarnado por el colega y amigo Alejandro Zárate) recibiendo un texto de manos de un subalterno (Gory Patiño) en que se exponen las ideas naturistas antiindigenistas de la época (1899). Ninguna novedad para alguien letrado, pues los textos de esas décadas incluían ‘lindezas’ como que el aborígen “es bruto y retraído porque no puede evitarlo”, manifestadas por naturistas como Darwin y sus contemporáneos, refutadas con el paso del tiempo aunque algunos resabios, lo sabemos, quedan todavía. Luego vemos el colgamiento de Gualberto Villarroel —meritoria, por el valor de hacerla, actuación; desconozco muchos detalles de la vida del militar mestizo cochabambino, pero sí admito ha dejado profunda huella en el pueblo.
Los campesinos sitiadores tratan de entrar a La Paz.
El siguiente salto nos retrotrae a la época pre Guerra del Chaco, mientras la voz en off del propio Jorge Sanjinés como narrador —algo sobre lo que vuelvo luego— puntualiza que la cultura aymara, presuntamente descendiente de la tihuanacota, “privilegia el jiwasa (nosotros inclusivo) antes que el nayax (yo, la individualidad)”. Salto hacia el final de la contienda bélica fratricida, con una caravana de soldados que marcha por un camino de herradura y un grito en off que nos deja pensando: “¡Socialismo ahora!”. No podemos negar que tras la guerra surgieron nuevas ideas, empezamos a mirarnos las pelusas del ombligo como país y aparecieron, entre otras cosas, los sindicatos, la logia Razón de Patria (Radepa) y partidos políticos como el MNR y el POR, pero de ahí a proponer socialismo creo es una elipsis demasiado disonante. Una vez más, lo dejo a criterio de cada uno.
Y el pastiche de situaciones sigue. Ahora estamos con Eduardo Nina Quispe, un indígena autodidacta que trabajó la educación de sus congéneres en la clandestinidad. Nobleza obliga, antes de ver Insurgentes creo nunca escuché hablar o leí sobre el señor Nina Quispe, aunque los textos de historia no están ni estuvieron jamás entre mis preferidos, en parte por aquel argumento de Litto Nebbia que le da razón a Sanjinés: “Si la historia la escriben los que ganan, eso quiere decir que hay otra historia, la verdadera historia, quien quiera oír que oiga. Nina Quispe vivió en la década de los 20 del siglo pasado y fue detenido por la soldadesca cuando se reclutaba por la fuerza para mandar tropas al Chaco, aunque se perdió en el camino, explica el narrador/realizador.
Vendrán luego las imágenes de la ejecución de Pablo Zárate (a) Willka —el elegido—, un acierto en cásting; la batalla de Kuruyuki, con una interesante recreación de lo sucedido en 1892; el entierro de Juan Wallparrimachi en 1814, con Juana Azurduy como indolente testiga (si era su brazo derecho, ¿no debiera cuando menos verter algunas lágrimas?); el cerco de 1781 a La Paz, lo mejor y más extenso en las puestas en escena, aunque sin llegar a la impecabilidad que se le puede y debe exigir a uno de los maestros del cine boliviano y mundial; la tunkuña desemboca, finalmente, en recreaciones de la Guerra del Agua en 2000 y el Octubre negro en 2003. Todo pensado, calculado y previsto para ensalzar el indigenismo, en coherencia discursiva con lo ya hecho por el realizador de la insuperable La nación clandestina, pero asimismo con un desatino total de cálculo: esta misma megaproducción —en los corillos cinematográficos se habla de alrededor de un millón de dólares para hacer realidad la película, cifra obscena para un país como el nuestro pero irrisoria para otros como el vecino Brasil—, estrenada en 2006 cuando el ‘Evo fashion’ mundial estaba en su auge, hubiera sido un suceso de taquilla y propagandístico impajaritable.

Pablo Zárate "Willka", lejos lo mejor del casting.
Mi alma está partida en dos por ti…
Teoría y práctica de un cine junto al pueblo. Jorge Sanjinés y Grupo Ukamau, segunda edición, 1980. La ficha bibliográfica nos remite a la primera tesis escrita del director, entre otras, de Ukamau, Yawar Mallku (incluida en las 100 películas del mundo que la Unesco preservaría) y El coraje del pueblo. En esas páginas se ponen varios principios para ese cine junto al pueblo, propugnado por Sanjinés y el ahora unimembre Grupo Ukamau, que han sido pisoteados y quebrantados con Insurgentes —y al menos sus dos películas anteriores también, todo hay que decirlo.
«La carencia de una forma creativa coherente reduce su eficacia, aniquila la dinámica ideológica del contenido y sólo nos enseña los contornos y la superficialidad, sin entregarnos ninguna esencia, ninguna humanidad, ningún amor, categorías que sólo pueden surgir por vías de la expresión sensible, capaz de penetrar en la verdad» (Sanjinés, Jorge y Grupo Ukamau. Teoría y práctica de un cine junto al pueblo. México. 2ª ed, 1980. Pág. 58).
Insurgentes tiene o puede tener todo menos una coherencia narrativa clara. Si bien el objetivo de la égloga se consigue, la penetración en la verdad es, por decir lo menos, demasiado subjetiva, tergiversada y antojadiza. Se ve lo que se quiere ver o, para ser más explícitos, se muestra sólo aquello que, en criterio del director, sirve para ensalzar a los caudillos indígenas del pasado (aunque esto es relativo: no sabemos qué tan indígena haya sido el coronel mestizo Villarroel López, parte de una casta elitista como es o era la militar en el siglo anterior) y al que en la actualidad está en la presidencia por voto mayoritario. Es cierto que la objetividad no existe en el cine, pues la sola y nada mínima —a veces fortuita, sí, pero no nimia— escogencia del lugar donde se pone una cámara para cada encuadre ya implica una decisión. Y claro, en el caso de Sanjinés, una decisión política, porque él no va a prestarse a hacer publicidad y menos aún propaganda en el ocaso de su carrera.
«La comunicación en el arte revolucionario debe perseguir el desarrollo de la reflexión…
Pero la comunicabilidad no debe ceder AL FACILISMO SIMPLISTA. Para transmitir un contenido en su profundidad y esencia hace falta que la creación SE EXIJA EL MÁXIMO DE SU SENSIBILIDAD para captar y encontrar los RECURSOS ARTÍSTICOS MÁS ELEVADOS que puedan estar en correspondencia cultural con el destinatario, que inclusive CAPTEN LOS RITMOS INTERNOS CORRESPONDIENTES A LA MENTALIDAD, SENSIBILIDAD Y VISIÓN DE LA REALIDAD DE LOS DESTINATARIOS» (Op. cit., págs. 59-60. Subrayado mío).
Bartolina Sisa, Gregoria Apaza y Túpaj Katari.
Jorge Sanjinés retoma, después de muchos años, el papel de ser el Narrador mediante la voz en off en Insurgentes. Pero este regreso no es como volver a otear lo que se hizo en El coraje del pueblo, donde se expone lo que se va a ver, dando paso a la valerosa recreación de los mineros que vivieron las situaciones mostradas. Aquí, Sanjinés hace un salto retro erróneo y retoma la idea, muy en boga en los documentales de los años 40 a 70 del siglo anterior, de la “Voz omnisciente” (Voice of God, la voz de Dios para teóricos como Bill Nichols), donde el omnipresente sabe todo lo que ha pasado y va a suceder y lo explica, como quien le da sus cucharas de papilla al bebé, al iletrado e ígnaro público en la sala que, al parecer, por sí solo no puede comprender ni aprehender lo que está expectando y escuchando. Esta manera ‘paternalista’ de hacer las cosas fue abandonada por los documentalistas del mundo desde hace por lo menos tres décadas atrás por ser un facilismo simplista que atenta al intelecto y subvalúa al respetable, pero a Jorge le parece que esa instancia de enunciación unívoca y aun maniqueísta es uno de los recursos artísticos más elevados para capturar a sus destinatarios.
En El cine de Jorge Sanjinés, publicado por la Fundación para la Educación de las Artes y Media (Fedam) en 1999, el propio cineasta expone: “Nuestro cine, creo que logró esa simbiosis en las limitaciones de su especificidad: al desarrollar el ‘plano secuencia integral’ como mecanismo narrativo que se funda en la concepción cíclica del tiempo –propia del mundo andino–; al priorizar el protagonista colectivo sobre el protagonista individual –correspondiendo a la concepción andina de la armonía social; al conjugar el ‘suspenso’ como recurso típico del cine occidental creando un ‘distanciamiento’ reflexivo; al minimizar el uso del ‘primer plano’ o ‘close up’; al trabajar con los mismos protagonistas de hechos históricos como actores, etc.” (El cine de Jorge Sanjinés. Santa Cruz, Bolivia, 1999. Pág. 19).
Nada de esto se ve en Insurgentes, cinta que una vez más (y van tres luego de La nación clandestina, cumbre y mejor paradigma del Plano secuencia integral) rompe los modelos narrativos que habían sido el sostén de las tesis políticas del grupo Ukamau. Es cierto que no se conoce suspenso en Insurgentes —más de una vez puede uno acabar, consciente ó no, mirando el reloj o la puerta de la sala—, pero asimismo dudamos se llegue al ‘distanciamiento reflexivo’ porque el andar de saltimbanquis de acá para allá y decodificar tanta información (nueva o no, dependerá de cada quien) que se va recibiendo impide cualquier conato de meditación y análisis.

Sanjinés y parte de su equipo en rodaje.

El tiempo pasa y el amor no lo reflejo como ayer…
Jorge Sanjinés apareció de manera deslumbrante en el cine boliviano y mundial con Revolución (1962). Un lustro luego hizo Ukamau y desde allí su carrera de lucha contra el imperialismo, en plena Guerra fría y con dos bandos ideológicamente antagónicos muy bien marcados en el planeta, fue parte de un movimiento global que en 1989, cuando él estreno la mítica La nación clandestina, vio caer a uno de los lados con la demolición del muro de Berlín y.la desaparición posterior de la ex URSS. En ese contexto, ¿qué hace un cineasta de izquierdas si la zurda parece haber muerto, como en algún momento dijo Fukuyama que incluso le dio pésame a la historia?
En 1995 intentó reinventarse con Para recibir el canto de los pájaros, filme que recrea una anécdota real vivida por él y asimismo intenta hacer cine dentro del cine, pero llegó tarde porque ya habían pasado tres años del V Centenario, que era cuando la película pudo tener mejor acogida y repercusiones. Ni siquiera la inclusión de Geraldine Chaplin salva a la película de ser muchísimo menor que su galardonada predecesora. Los acontecimientos azarosos del país en 2003 (febrero y octubre negros) le encuentran en plena producción de Los hijos del último jardín  —lejos, el menor de todos sus largometrajes; tanto así que una retrospectiva de su filmografía que acoge por estos días el Cine municipal 6 de agosto no la incluye— y le dejan el vacío de la muerte de la insustituible y cada vez más entrañable Beatriz Palacios.
Casi una década después (aunque Los hijos… fue estrenada el 1º de enero de 2004), y con 75 años encima, Jorge emprende una nueva maratón —porque un rodaje y la realización de una película son tan exigentes como la prueba mayor del atletismo de fondo—, pero ya no es lo mismo, aunque se acompañe de gente que tiene la mitad de su edad o menos y el espíritu juvenil le contagie ánimos. Asimismo, sigue pensando el qué decir. Ya no hay un enemigo principal visible, alguien a quien explícitamente se le tenga que decir fuera de aquí, ni hay otra nación clandestina por mostrar, pues resulta que ahora los clandestinos e ilegales son quienes manejan la cosa pública y las gestiones del país.
En ese derrotero, la reinvención última apela a lo encomiástico. Una vez más se retoma la idea del campesino líder, inmaculado, pero no se ve que esa careta ya no se la cree casi nadie, al menos no en el mercado interno. Lo más triste es que al creador siempre se le recuerda por su obra más reciente y esta, para cerrar, es un discurso nada grato y menos digerible, salvo, claro, para quienes consideren al ciudadano Juan Evo Morales Ayma como una suerte de Mesías. Y de esos hay muchos en el estado actual de las cosas.

FOTOS: INSURGENTES.